Practicar, el sexo o dibujar. Preguntar si mi lengua puede jugar con tu piel. Que mis pestañas -más largas al Sol- recorran tus pezones -más duros al frío-. Recitar tus gritos, los míos, los del vecino que se queja por los muelles desgastados de la cama, que chirrían. Comprobar si se puede amar más fuerte /más apasionado, más sudoroso, más pegado/ que los demás (y demostrarlo). Explicarte el por qué de mi piel de gallina, o de pollo, o de pavo, o de amor, si me apuras. Romperte las rodillas cada noche al pedirme matrimonio en una cama que tiene, más o menos, el mismo contrato. Le respondo que sí a tu anillo, y nuestros dedos anulares están aún más unidos que de costumbre. Rezar, por que no creas en ningún Dios que te prohíba amarme -como es AMAR una palabra tan grande-, sin tapujos y sin libros sagrados, no más interesantes que los de nuestra biblioteca, no más bonitos que mis pechos.
Sudar dolor cada vez que te veo ir, y llorar de ganas (de todo) cada vez que vuelves -y qué paradójico que no llore cuando marches y sude cuando estés-. Romper tu corazón, tu cama, tus huesos. Nada más marrón que tus ojos y la madera de tu cabecero, arañada por las gatas en celo. Brindarnos una vida, o una copa de champagne francés, que, al caso, lo mismo es, si lo que busco es emborracharme (de amor, o de alcohol de oro).
Parafrasear o pararte en cada frase, con un beso, con un desnudo, con el humo de un cigarro o el carmín en el cristal del baño. Fingir que me creo tus malas caras, que yo sé que tan malas no son y que una mujer tan bella no puede crear tanta pasión sin un poco de guerra (de las que ablandan y endurecen).
Ser la mujer de tu vida y no la de tus ojos, para vivir y dormir contigo (pues cuando se duerme, también se muere en vida), sin caer en tu eterno y sin fondo iris negro.