Arden más las lágrimas cuando es mi pecho el que se incendia,
cuando la cerilla es lanzada por un pirómano demente y yo soy el bosque más seco y árido.
Duelen más los besos cuando se quiere de manera exorbitante -o cuando no se quiere nada-, pero, hállome en mi eterna culpabilidad y condena al masoquismo en cadena perpetua.
Cuando todas las palabras ya no son,
y se convierten en la lluvia que oímos caer...
...mas no escuchamos.
Cuando las drogas duras no son las que suministra el hombre encapuchado al final del callejón y el amor no es Roma acostada de espaldas,
cuando la filemamanía que sentimos por las copas y los hielos son los síntomas de querer postergar al dolor.
Cuando cada ósculo, caricia o carantoña que vemos en cada parque, cine o tienda son sólo reminiscencias de lo que una vez quisimos tener y se nos negó.
Se nos prohibió amar a los amantes más ardientes para evitar cegar al Sol.
Somos los enamorados clandestinos que luchan contra la ley seca. Los seducidos por Afrodita y a los que no se les permitió tocar sinfonías con las entrañas.
Somos las zarza-moras zarandeadas por el vicio y el desafecto, somos la inyección que temen los belonefóbicos abúlicos y apáticos, ignorando que ellos son los que nos enferman a nosotros, los flechados por la vida, por los besos, los pretendientes de la Luna y de los lobos que la aúllan, los rendidos ante las cosas bellas censuradas por los ciegos que no quieren ver.
Somos los amantes amados por los que nunca amaron al amor.